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UN INOLVIDABLE AMOR DE BACHILLERATO

Cuando Mateo atravesaba los jardines del colegio, la mayoría de los estudiantes no podían sino observarlo.

Era alto y delgado; el retrato viviente James Dean, aunque más delgado. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y sobre la frente. Cuando se enfrascaba en conversaciones intelectuales, sus cejas se arqueaban sobre los ojos. Era cariñoso, considerado y profundo. Jamás hería los sentimientos ajenos.

Yo le tenía miedo.

Me encontraba a punto de terminar con mi novio, quien era poco inteligente y el típico ejemplar con el cual uno se pelea y se vuelve a arreglar unas treinta veces por puro masoquismo, cuando Mateo se atravesó por mi camino, mientras caminaba por el colegio. Se ofreció a llevarme los libros y me hizo reír nerviosamente una docena de veces. Me cayó bien; me cayó muy bien.

Su genial capacidad intelectual me asustaba. Pero al final entendí que estaba más asustada de mí misma que de Mateo.

Comenzamos a pasear juntos con mayor frecuencia.

Lo miraba se soslayo desde mi casillero atiborrado, y con mi corazón palpitando aceleradamente me preguntaba si algún día me besaría.

Llevábamos varias semanas viéndonos y todavía no había intentado besarme. En cambio, me tomaba de la mano, me abrazaba y me mandaba a clase con uno de sus libros. Al abrirlo encontraba un estilizado escrito, que me hablaba de amor y de pasión en términos que sobrepasaban la capacidad de entendimiento de mis diecisiete años.

Me enviaba libros, tarjetas y notas; se sentaba junto a mí en mi casa, mientras escuchábamos música durante horas. Su canción predilecta era "Me has traído algo de felicidad en medio de mis lágrimas", cantada por Steve Wonder.

Un día, recibí en mi trabajo una nota que decía:
“Te extraño cuando estoy triste. Te extraño en mi soledad; Pero Sobre todo, te extraño cuando estoy feliz”.

Recuerdo que recorrí la calle principal de nuestro pueblo, mientras los vehículos pitaban y las cálidas luces de los almacenes le hacían guiño a los transeúntes para que entraran a guarecerse del frío, con un solo pensamiento revoloteando en mi cabeza: "Mateo me extraña, sobre todo cuando está feliz ... ¡Qué tipo tan extraño!"

Me sentí terriblemente incómoda con un muchacho tan romántico junto a mí. En realidad era un hombre de diecisiete años que meditaba con sabiduría cada una de sus palabras, que escuchaba los puntos de vista de cada participante en un argumento, que leía poesía hasta bien entrada la noche y sopesaba cuidadosamente sus decisiones. Yo presentía que una profunda tristeza embargaba su alma, más no comprendía su alcance.

Hoy pienso que su tristeza se debía a que su personalidad no encajaba dentro del esquema académico de nuestro colegio.

Mi relación con Mateo era totalmente diferente de la que tuve con mi novio anterior. Aquélla sólo había consistido en charlar sobre boberías y ver películas mientras comíamos crispetas de maíz. Esa relación terminó por el mutuo deseo de iniciar otros noviazgos. A veces parecía como si la vida del colegio giraba alrededor del drama de nuestros continuos rompimientos, siempre muy intensos, y que servían para divertir a nuestras amistades. En resumen, una telenovela inacabable.

Cuando le comentaba estas cosas a Mateo, él se limitaba a pasar su brazo sobre mi hombro mientras me aseguraba a que esperaría que ordenara mis pensamientos. Acto seguido se dedicaba algún libro. Me regaló un ejemplar de "El Principito", que traía la siguiente frase subrayada: “Sólo se ve bien con el corazón”.

Yo le respondía de la única forma que sabía: Escribiéndole cartas y poesías de amor con una intensidad que jamás había sentido. Sin embargo, me escondía tras mis murallas para mantenerlo alejado; por siempre temía que descubriera que yo era una impostora, que no era tan inteligente ni profunda como yo lo percibía a él.

Yo añoraba retornar a los viejos hábitos de las charlas intranscendentes, el cine y las crispetas. Así todo era mucho más fácil.

Recuerdo bien el día, mientras nos congelábamos, cuando le dije a Mateo que nuevamente quería entablar relaciones con mi novio anterior.

—“Él me necesita más que tú”, le dije con mi vocecita de niña consentida.

—“Es difícil deshacerse de los viejos hábitos”.

Se quedó mirándome con tristeza, más por mí que por él mismo. Mateo sabía, y así lo entendí yo también, que cometía un gran error.

Los años pasaron. Mateo emprendió camino a la Universidad antes que yo. Cuando regresaba a casa para las Navidades, me ponía en contacto con él e iba de visita a su casa.

Siempre le tuve un cariño a su familia. Me recibían con una calurosa y cariñosa bienvenida, y por eso sabía que Mateo había perdonado el error que cometí.

En una de esas ocasiones, Mateo me dijo:
—“Eres una magnífica escritora. Siempre has escrito bien”.

—“Estoy de acuerdo” dijo su madre. “Escribías bellamente. Espero que nunca dejes de hacerlo”.

—“Pero ¿Qué sabe usted de mis escritos?”, le pregunté.

—“Pues mira, Mateo siempre lo compartía conmigo”, dijo. “Él y yo jamás dejamos de maravillarnos de la belleza de tus escritos”.

Pude observar que su padre también asentía con la cabeza.

Me recosté en el respaldar de mi asiento y me sonrojé intensamente.

¿Qué había yo escrito en esas cartas?

Hasta entonces jamás me había enterado de que Mateo admiraba mis escritos tanto como yo admiraba su inteligencia.

Con el pasar de los años perdimos contacto. La última noticia que escuché de él, por la boca de su padre, era que se había marchado a San Francisco con la intención de volverse cocinero.

Yo entablé docenas de malas relaciones hasta que finalmente me casé con un hombre maravilloso. Ahora ya tenía la suficiente madurez como para manejar la inteligencia de mi marido, especialmente cuando me hacía caer en cuenta de que yo tenía razón.

Mateo es el único novio que recuerdo con nostalgia.

Ante todo espero que sea feliz. Se lo merece. En muchos aspectos, fue el artífice de mi formación. Me ayudó a aceptar una faceta de mi personalidad que yo rehusaba ver entre los chismes, el cine y las crispetas. Me enseñó a percatarme de mi espíritu y de la escritora que tenía adentro.

              Diana L. Chapman



~ Del libro Chocolate Caliente para el Alma

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