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EL HOMBRE DE ROCA

Hace mucho tiempo, en una montaña muy apartada del mundo, vivió un hombre hecho de roca ... Sólido como los sauces e inamovible cual peñasco. El viento no lograba moverlo y la lluvia jamás conseguía perturbarlo. No temía a los lobos que iban y venían por los senderos escarpados, y tampoco le preocupaban los buitres que sobrevolaban la colina en busca de distraídas presas.

Vivía en paz, sabedor de que nada ni nadie podía dañarlo. Pero su fortaleza no fue nunca su más grande tesoro, gozaba de algo todavía mejor: La compañía de un ave.

El canto del pajarillo acompañaba al coloso desde el amanecer hasta el atardecer. Sus notas le hacían sentir que conocía el mundo, aunque lo cierto era que jamás había abandonado su montaña.

Cuando llegaba la noche, el hombre de roca se tumbaba junto a un árbol. Justo sobre su cabeza, en la rama más próxima al suelo y la avecilla le acompañaba, acurrucada plácidamente en su nido.

No se podía pedir más ... La vida era perfecta, al menos lo era para el hombre de roca.

Pero para el ave, el atardecer siempre traía pensamientos distintos. Miraba al cielo y se preguntaba qué tan lejos podría volar.

El coloso lo notó; pero no dijo nada. No quería que nada empañara su felicidad.

Un buen día, el pajarillo alzó el vuelo apenas iniciada la mañana y no volvió hasta bien entrada la tarde. 

Al regresar, entonó la más hermosa canción que el hombre de roca jamás hubiera escuchado, pues hablaba de cosas que nunca había sido capaz de siquiera imaginar. El avecilla prometió que la melodía del día siguiente sería aún mejor, pues dedicaría la jornada a explorar lugares todavía más hermosos e intrigantes.

Aunque le emocionaba saber más sobre el mundo y sus secretos, no pudo evitar sentir un hueco en el corazón, pues la compañía de la criaturita alada era lo que en verdad daba sentido y emoción a su vida.

La noche llegó por ellos y pronto el sueño los venció. 

Tal como prometió, el ave se marchó muy temprano, volvió muy tarde y entonó una melodía sin comparación. El hombre de roca aplaudió tras el impresionante espectáculo y reconoció que aquello había sido una experiencia memorable.

El pajarillo lo miró y le dijo que aún le quedaba más por viajar y cantar. Pidió a su amigo abundante paciencia y reveló entonces la siguiente parte de su plan: Atravesar la cadena de montañas, ir más lejos todavía de los ríos color naranja e incluso volar más allá de la frontera del bosque de las hadas.

La travesía duraría semanas; pero valdría la pena.

El coloso asintió en silencio. Por un momento había creído que las ausencias del pajarillo terminarían con aquel par de canciones, pero lo cierto era que sus largos períodos de soledad recién estaban por comenzar.

Transcurrieron los amaneceres y los ocasos. Fueron numerosos, desesperantes ... Incontables. Pero el ave cumplió su promesa, y regresó a la montaña para compartir con el hombre de roca sus aventuras.

Feliz, entonó todas y cada una de sus nuevas composiciones ... Eran magistrales y el herido corazón de la mole de piedra se conmovió hasta las lágrimas. Tantas eran las cosas por contar y escuchar, que pasaron la noche en vela, desmenuzando cada aventura hasta el más mínimo detalle.

Y entonces hubo dos días de calma.

El ave no habló de nuevos viajes, y el coloso no reveló que extrañaba a su compañera más que a nada en el mundo. Después de todo, era obvio que la criaturita alada ya no querría volar más: Su última travesía había durado semanas y seguro la había dejado agotada.

Las ausencias se habían terminado ... Todo volvería a la normalidad. 

Pero en el amanecer del tercer día, el coloso descubrió con tristeza que el pajarillo se alistaba para partir otra vez. Con las alas bien desplegadas de cara al sol, solo aguardaba a su amigo de roca para emprender la partida. 

Embriagada por la felicidad, el ave habló de las maravillas que aguardaban por ella ... Según sus palabras, había mujeres con cola de pez viviendo ahí, y ellas podían enseñarle a multiplicar los tonos que emanaban de su voz.

El hombre de roca no dijo nada. Solo bajó la cabeza y el suelo se llenó con su mirada.

La cantante alada prometió volver a la siguiente estación. Era verano, podrían verse otra vez en otoño.

La mole de piedra asintió. Se miraron a los ojos y sin expresar palabras, se dijeron adiós.

Aquel verano fue el más largo de todos. Apenas al caer la primera hoja, el coloso fijó la vista al cielo, seguro de que el ave llegaría en cualquier momento.

Pero no pasó.

Día tras día, el otoño se negaba a presentar ante el coloso buenas noticias. Los árboles se quedaron sin hojas. Los animales cavaron nuevas madrigueras y sin tardar buscaron refugio en ellas. El frío se apersonó en el lugar y pronto tomó el control de la montaña.

El otoño había terminado.

El invierno llegó con fuerza. Vestido de blanco y rodeado por salvajes vientos, cubrió la montaña de hielo y nieve sin sentir el más mínimo remordimiento. 

El hombre de roca permaneció impasible, con la vista fija en el cielo. 

Cuando el cruel invierno llegó a su fin, y la nieve y el hielo se tornaron agua, el coloso descubrió con tristeza que ya no estaba hecho de roca. Ahora solo lo formaba un montón de polvo…

Sin el ave y sus canciones, la roca que tanto le enorgulleció en el pasado no era más que tierra suelta que se mecía al capricho del viento.

Cerró los ojos y bajó la mirada. Era tiempo de aceptar que su compañera no volvería jamás.

La segunda semana de primavera trajo una sorpresa. El avecilla apareció en el cielo de repente, con un alforja diminuta atada a la espalda.

En su interior había un regalo para el hombre de roca ... Un regalo por haber soportado sus ausencias y extrañarla tanto.

Para su sorpresa, nada encontró en la montaña salvo un montón de polvo. Se posó sobre él y miró a todas partes ... La embargó la tristeza cuando no lo vio por ningún lado.

Entonces entonó una canción. Llena de nuevos tonos y diferentes acordes, la melodía evocaba tiempos y lugares llenos de magia y belleza.

Justo cuando la composición estaba a punto de terminar, una mano de roca hizo un esfuerzo supremo por abandonar el montón de polvo. 

La avecilla se asustó y voló hasta la rama donde se alzaba su viejo nido. Recuperó la calma cuando se dio cuenta de que era la diestra de su viejo amigo. Le alegró verlo, aunque se notaba a leguas que estaba abatido y maltrecho.

Presa de la melancolía, se disculpó por tardar tanto. Había intentado volver en otoño; pero el clima en el lago que había visitado resultó mucho más agresivo que el conocido por ambos en las montañas. El invierno, como era de esperar, fue mucho peor, y solo hasta el final de la cruel estación pudo emprender el viaje de vuelta.

El coloso intentó sonreír. Pero solo pudo decir cuánto la había extrañado. 

Entonces el ave voló hasta su mano y se acurrucó en el interior. Dejó caer la alforja y el regalo que traía para el coloso hizo su aparición: Una gema grabada con dos símbolos, una roca y un ala.

Permanecieron en silencio durante largo rato. Las plumas del pajarillo se esponjaron de pronto y sin más se dejó vencer por el sueño.

El coloso aguardó largo rato a que su compañera despertara. Cuando no lo hizo, comprendió que su momento (el de ambos), había llegado. 

Cerró las manos sobre el ave e inclinó la cabeza.

La noche cayó sobre ellos y ella nunca más se fue. 

Pasaron los días ... Pronto la montaña los cubrió con innumerables capas de piedra y polvo.

Su recuerdo quedó atrapado dentro ... Para siempre.

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